administrativas esta figura tiene poca implantación
dada la complejidad de la normativa y las dificultades
para determinar con claridad los límites de la diligencia
exigible a cada funcionario en cada expediente.
“El delito de tráfico de influencias o prevaricación
urbanística no admite la «ignorancia deliberada» pues
como dice
de la Audiencia de Barcelona
del 27 de marzo de 2014 “No es aplicable para este
tipo delictivo (prevaricación urbanística) -la doctrina
de la ignorancia deliberada- aplicable en otros tipos
delictivos como el de trafico de drogas, pues este delito
requiere un dolo directo y sólo puede ser castigado por
el mismo el funcionario que conozca con seguridad la
ilegalidad de la resolución que adopta”.
Esta dificultad para exigir responsabilidad por la
ignorancia deliberada también alcanza a la indiferencia
ante el fraude del interventor, que se diluye ante la
concurrencia de responsabilidades propias del ámbito
administrativo. En la STS 436/2016, de 23 de mayo
se reconoce que la falta de actuación del interventor
-que no realiza el reparo de las facturas ilegales- habría
contribuido a favorecer la causación de un delito y que
podía haberse evitado o dificultado si hubiera actuado
como le exigía su posición de garante. Sin embargo, al
tratarse de una actuación que no impide la realización
del pago, que puede ser levantado por el Alcalde (art.
217 TRLHL) su omisión no puede ser equivalente a la
causación del resultado y así, habla de “complicidad
omisiva” en el sentido dado por la STS 797/2010, de 16
de septiembre.
Sin perjuicio de que las responsabilidades jurídicas
por la conducta indiferente deban depurarse en el
ámbito correspondiente, dado el plus de diligencia
debida que tienen los auditores públicos, resulta difícil
sostener ante la opinión pública que más allá del
reconocimiento de la existencia de un riesgo inevitable
de que puedan no detectarse algunas irregularidades,
los responsables del control de los fondos públicos
adopten una actitud indiferente ante el fraude.
Por otro lado, no creo que nadie se extrañe si decimos
que aunque todos estamos obligados a poner en alerta
a las autoridades el conocimiento de una conducta
delictiva, lo menos problemático actualmente es mirar
hacia otro lado.
Desgraciadamente, podemos enumerar bastantes
casos en los que la denuncia del funcionario ya sea ante
los tribunales, ya sea ante la propia administración ha
implicado desde represalias laborales, personales e
incluso judiciales. Como ejemplo, véase la funcionaria
del Ayuntamiento de Boadilla del Monte, cuya
denuncia destapó la conocida como “trama Gürtel”.
Perdió su empleo y acabó pleiteando con el propio
Consistorio por acoso laboral.
A pesar de que desde distintas organizaciones
reconocen como una práctica exitosa en la lucha
contra el fraude la existencia de un marco legal
específico y eficaz para proteger al denunciante de
la corrupción, España no cuenta con una legislación
desarrollada al respecto. Como dice Mª Concepción
Campos Acuña (2016), la Ley de Transparencia, recoge
la obligación de poner en conocimiento de los órganos
competentes cualquier actuación irregular de la cual
tengan conocimiento únicamente a modo de principio
de buen gobierno.
Apunta Hernádez Rodríguez (2016), que en
estos últimos meses de negociaciones, pactos y
reformulaciones del programa electoral, buena parte
de los partidos políticos han puesto de manifiesto
la voluntad política de implantar en España lo que
conocemos como “whistleblowing”. Esta figura se ha
hecho popular en los últimos años en casos como
el de Edward Snowden, escondido en Rusia desde
que destapó el espionaje de la Agencia Nacional de
Seguridad (NSA) o Chelsea Manning, que cumple
una condena de 35 años de prisión por filtrar
documentos militares a Wikileaks. Recientemente,
Harry Markopolos, el ex ejecutivo y contable que
destapó el caso Madoff publicó un libro en el que
relata precisamente esa sensación de desamparo con
un título muy elocuente:“
No one would listen
” (“Nadie
quería escuchar”).
Otra opción que se le presenta al ciudadano o
funcionario que conoce la existencia del fraude es la
denuncia anónima. En el ámbito administrativo su
proyección alcanza a la puesta en conocimiento de la
Administración de unos hechos que el denunciante
considera contrarios al ordenamiento jurídico, pero
nada más. Como dice la Sentencia nº 878/2009 del TSJ
de Cataluña, Sala de lo Contencioso, de 17 de septiem-
bre de 2009, “ las denuncias anónimas sólo podrán dar
lugar al inicio de actuaciones inspectoras cuando los
hechos aparezcan muy fundados, tras la ponderación
de la intensidad ofensiva, la proporcionalidad y conve-
niencia de la investigación y la legitimidad con la que
se pretende respaldar las imputaciones, debiendo todo
ello ser objeto de una especial y específica motiva-
ción en la orden escrita al respecto del Inspector-Jefe,
para hacer así factible el control jurisdiccional exigido
constitucionalmente (…)”.Y es que como dice la men-
cionada sentencia “Una denuncia sin fecha ni firma no
puede considerarse pública”. Otra cosa permitiría que
en no pocas ocasiones se pusiera en marcha la maqui-
Indiferencia o acción. El auditor público ante el fraude
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Auditoría Pública nº 69
(2017), pp. 41 - 48